miércoles, 18 de agosto de 2010

Batalla de Arroyo Feo: La participación de Salamanca en la Guerra de la Reforma. 1858


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Esta foto fue tomadas apenas hace pocos días aquí, aquí en Salamanca, por el rumbo de Arroyofeo, lo que vemos es la sierra de Guanajuato, con esta vista comprobamos que si hay belleza en Salamanca y con esta historia volvemos a corroborar que el pasado de Salamanca es abundante, es cosa de darnos el tiempo para aprenderlo, digerirlo y transmitirlo.


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En una fecha memorable.
“Los remolinos que súbitamente llenaban el aire de polvo y de basuras hacían rechinar las puertas y golpear las ventanas mal cerradas, también súbitamente desaparecían y volvía el silencia pesado y opresivo, como fundido por el sol que llenaba las calles, reverberando en las paredes y en las piedras. Así, también, llegaba y desaparecían invisibles pero vivas, ondas de sobre salto y ansiedad, en medio de largas pausas en que el miedo se extendía y entraba por las rendijas, paralizando a los vecinos tenazmente encerrados en sus casas.
Era un día como nunca, sin antecedentes ni memoria en la vida del pueblo y todo allí andaba desconcertado y anormal.


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La víspera había sido de agitación y barullo, por todas partes estaban soldados, oficiales que daban ordenes a gritos o que pasaban galopando, como fulgores de rojo y de azul, de espadas centellantes y charreteras doradas, entre el polvo y el olor a caballos; hasta cañones había, que rodaban desigualmente en los pésimos empedrados de las calles. Y en el interior de las casas el desorden: porque aquella inesperada concentración de tropas acabó con todos los comestibles de la plaza, con el pan de todas las panaderías y hasta con el agua potable que los aguadores traían en burros, cada uno cargado con cuatro cántaros, colorados y rezumantes. Al clarear el alba, más gritos, clarines, tambores, y los soldados se fueron por el rumbo de Celaya, pero luego se supo que no habían pasado de Arroyofeo, donde tomaron posiciones de combate.


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Ansiosa curiosidad y toda suerte de emociones llenaban el pueblo cuando se comenzaron a oír, roncos y lejanos, los estampidos de los cañones y débilmente los disparos de la fusilería. Y otra vez ruidos de caballos y de carros que traían heridos y más heridos, de pronto llenaron el hospital improvisado en los enormes claustros del convento de San Agustín.
En las calles solitarias el sol caía a plomo, cada vez más caliente y cegador. A través de las puertas y ventanas, cerradas con llaves y trancas, se escapaban sápidos olores de las cocinas en que se preparaba la comida de vigilia, porque ese día, el 10 de marzo de 1858, era miércoles de cuaresma y el calendario eclesiástico que regia la vida del pueblo prohibía comer carne. Superflua prohibición esa vez, porque la carne en venta se la habían acabado desde la víspera los chinacos del ejército de coalición. Pero afortunadamente los vecinos habían podido conseguir bagres, carpas y ranas del pródigo río Lerma.


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Bajo el sol de plomo de la cuaresma, grandes pausas de silencio, rotas bruscamente por galopes violentos o lentos trotes de cansadas cabalgaduras, espoleadas por jinetes llenos de polvo, de sudor, a veces de sangre. Por la calle real y por calles paralelas pasaban corriendo, de cuando en cuando, gruidos de jinetes en huída, perseguidos de cerca por otros, agresivos y feroces, con las lanzas tendidas o los sables remolinantes, a veces había insultos o gritos de heridos.
Por la estrecha puerta de una casa asomo un muchacho, más bien un hombre joven: tendría 25 años, flaco, de estatura mediana, con ropas modestas, se paró en la banqueta mirando a todos lados, no con temor sino más bien sino con mucha curiosidad, seguramente excitado por la tensión de aquel día extraordinario. Por la esquina pasaron unos pocos soldados y todo quedó en silencio. Acababa de sonar, en algunas torres, el toque ritual de las tres de la tarde y aun quedaban vibraciones de las campanadas en el aire denso.


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En la esquina de la calle real, a media cuadra, apareció una mula con un trote disparejo, de cansancio e indecisión; dio vuelta avanzó un poco y se quedó parada casi frente a la puerta donde el muchacho estaba mirándola; el animal se quedó allí, muy fatigado, perdido. Nadie había en toda la calle (solo tras los vidrios de alguna ventana entreabierta alguien veía la escena y luego contó el suceso). El muchacho miraba la mula, que llevaba unas pequeñas cajas a cada lado del lomo, fuertemente sujetas a la recia cincha. Rápidamente el muchacho abrió de par en par su puerta, dio unos cuantos pasos, agarró la mula por la cabezada y la jaló; la mula obedeció y entró en la casa, la puerta se cerró tras ella. Poco rato después el joven volvió a asomarse cautelosamente; la calle seguía desierta, abrió otra vez la puerta y sacó la bestia, le dio un golpe en las ancas y la mula hecho a trotar rumbo a la esquina con agilidad ya libre de la carga de aquellas pesadas cajas, apenas conservaban un sudadero mal sostenido por la cincha floja, dio vuelta hacia la plaza, sin duda seguiría a otro grupo de jinetes que pasó un rato después.


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Si alguien comentó el suceso nadie le dio importancia. Solo años más tarde cuando aquel muchacho hizo mejoras en su tienda y en poco tiempo hizo de su comercio el principal o uno de los principales del pueblo, entonces corrieron rumores de que tales mejoras y aumentos no se debían a los ahorros del joven comerciante, ahora próspero, sino que las lenguas sueltas y ociosas dijeron que aquella mula era del “detall” de los chinacos, que aquellas cajas traían dinero, fondos para el pago de las tropas de Parrodi, que fueron derrotadas por las de Osorio y las caballerías d Miramón.


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Ni yo ni nadie sabe que hubo en ello de cierto. Todo eso ocurrió hace más de un siglo. En todo caso, ¿hubo algo de malo? Muchos de los soldados de Parrodi quedaron muertos en los campos de Arroyofeo o enterrados en el cementerio de Salamanca, pero los liberales acabaron por ganar la guerra al cabo de tres años. La tienda prosperó y trabajando en ella el muchacho se hizo hombre, fundó un hogar y tuvo numerosa familia. Hoy todos están muertos también y la tienda cerró sus puertas hace años.
Yo solo he querido, en estos trazos también fugaces, contar un pequeño suceso que dicen ocurrió en mi pueblo natal y en una fecha memorable: en Salamanca, el día en que se libró la primera batalla de la guerra de la Reforma.


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En el que fue campo de batalla hoy se levantan fábricas y lo cruzan canales, y cuando muy de tarde en tarde pasan soldados, ya no llevan lanzas ni sables, ni uniformes vistosos, ya no hay mulas con cajitas muy pesadas que se puedan extraviar en una esquina… solo el aire sigue siendo caliente, denso y luminoso a las tres de la tarde de un miércoles de cuaresma”.


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Fuente:
Rojas Grcidueñas, José. El erudito y el jardín. Academia Mexicana. México, 1983.
Las fotografías fueron tomadas en la zona de Arroyofeo, donde se libró la batalla. En la actualidad forma parte de la zona industrial, algunos terrenos siguen siendo usados para siembra de semillas. Es allí donde inicia el libramiento oriente de Salamanca.


2 comentarios:

  1. muy interesante, podrias marcar en una imagen satelital de googlemaps (gol)para ver, la zona desde arriba. para imaginarme la batalla desde arriba y despues ir a ver el lugar. por fas

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  2. Enrique,

    Con gusto lo haré... ponerla en el blog se me complica un poco, si me dejas tu dirección en el siguiente correo, allí te la paso:

    benja.xocoyotl@hotmail.com

    Saludos

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